lunes, 5 de octubre de 2020

Bonita historia sobre la visita realizada por el señor Francisco Cruz maestro pensionado, a la zona donde trabajó como maestro unidocente allá en la península de Nicoya en el Encanto de Jicaral de Puntarenas.

 

Relato familiar

 

El 5 de octubre de 1950 ocurrió el conocido como terremoto de Nicoya.  Esperaba encontrar hoy en la prensa escrita una mención a la fecha, que es también la del cumpleaños de mi padre.

 Ese día estaba él como maestro rural unidocente en la península, en El Encanto de Jicaral de Puntarenas.  Desde siempre que se hablaba de temblores en mi casa, mi padre hacía mención de aquel evento.

 Más recientemente, contaba que los niños corrieron hacia donde él, se le arrimaron como en racimo a su alrededor, presas del miedo.

 En enero del 2018 fuimos a conocer aquellos parajes, de los que tantas veces había hablado.

 Habíamos llegado desde Paquera, donde estuvimos un buen rato, y por un camino en mal estado que, por cierto, al poco tiempo el MOPT empezó a reparar, a Playa Naranjo y Jicaral.

 El pueblo, con calles pavimentadas, comercio, restaurantes, y un gran templo católico, le pareció muy distinto a mi papá.  "Lo que era Jicaral", exclamaba.

 Contaba de su viaje en la panga, y del atracadero el cual, tras preguntarle a gente de edad, más o menos lo ubicamos detrás de una barriada.  Recordó que la noche de su llegada desde Puntarenas, debió dormir en una banca del comisariato, y al día siguiente se fue a pie hacia su destino.

 Nos alojamos y pasamos dos noches en un hotel algo retirado.  Volvimos al centro el día siguiente y preguntamos por "El Encanto".  Por señas tomamos por caminos de tierra hacia los cerros, pero nos informaron de un lugar así llamado, que no era el mismo que mi padre conoció.

 Subiendo más, arribamos a un caserío que llaman "La Tigra", y desde ahí, nos indicaron dónde había estado el viejo "El Encanto".  En La Tigra había una señora coetánea de mi padre, y con ella conversó bastante de todas las personas que él recordaba.  Casi todas habían emigrado.

 El carro no podía llegar al viejo asentamiento, y me fui caminando en descenso por una cuesta de más de un kilómetro, hasta llegar a un yurro.  Mi papá me había dicho dónde más o menos había estado el sitio, y advertido por las gentes y mi comprobación, no encontré nada más que un paraje agreste, sin rastros de casa ni escuela o algo parecido.

 Luego bajamos de aquellas alturas, desde donde veíamos el Cerro Azul, máxima altitud de la península, y otros promontorios que llegan a 1000 metros.  Fuimos a Hojancha y Ciudad Carmona.  Muchos ramonenses habían emigrado a la península, inclusive mi tía y primos que, como en aquella época en que papá daba clases, se hallaban al otro lado, en Cóbano, desde donde luego se fueron a la zona bananera.  En Hojancha se estaba realizando un homenaje,  a un benefactor sacerdote español que tenía muy pocos días de fallecido, el Padre Luis Vara.  De mi parte había visitado estas dos ciudades hacía 34 años, es decir, 34 años después que mi papá.

 

Juan Ernesto Cruz Azofeifa         Lun 5/10/2020

 

 

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