Relato familiar
El 5 de octubre de 1950 ocurrió el
conocido como terremoto de Nicoya. Esperaba encontrar hoy en la prensa
escrita una mención a la fecha, que es también la del cumpleaños de mi padre.
Ese día estaba él como maestro rural
unidocente en la península, en El Encanto de Jicaral de Puntarenas. Desde
siempre que se hablaba de temblores en mi casa, mi padre hacía mención de aquel
evento.
Más recientemente, contaba que los
niños corrieron hacia donde él, se le arrimaron como en racimo a su alrededor,
presas del miedo.
En enero del 2018 fuimos a conocer
aquellos parajes, de los que tantas veces había hablado.
Habíamos llegado desde Paquera,
donde estuvimos un buen rato, y por un camino en mal estado que, por cierto, al
poco tiempo el MOPT empezó a reparar, a Playa Naranjo y Jicaral.
El pueblo, con calles pavimentadas,
comercio, restaurantes, y un gran templo católico, le pareció muy distinto a mi
papá. "Lo que era Jicaral", exclamaba.
Contaba de su viaje en la panga, y
del atracadero el cual, tras preguntarle a gente de edad, más o menos
lo ubicamos detrás de una barriada. Recordó que la noche de su llegada
desde Puntarenas, debió dormir en una banca del comisariato, y al día siguiente
se fue a pie hacia su destino.
Nos alojamos y pasamos dos noches en
un hotel algo retirado. Volvimos al centro el día siguiente y preguntamos
por "El Encanto". Por señas tomamos por caminos de tierra hacia
los cerros, pero nos informaron de un lugar así llamado, que no era el mismo
que mi padre conoció.
Subiendo más, arribamos a un caserío
que llaman "La Tigra", y desde ahí, nos indicaron dónde había estado
el viejo "El Encanto". En La Tigra había una señora coetánea de
mi padre, y con ella conversó bastante de todas las personas que él
recordaba. Casi todas habían emigrado.
El carro no podía llegar al viejo
asentamiento, y me fui caminando en descenso por una cuesta de más de un
kilómetro, hasta llegar a un yurro. Mi papá me había dicho dónde más o
menos había estado el sitio, y advertido por las gentes y mi comprobación, no
encontré nada más que un paraje agreste, sin rastros de casa ni escuela o algo
parecido.
Luego bajamos de aquellas alturas,
desde donde veíamos el Cerro Azul, máxima altitud de la península, y otros
promontorios que llegan a 1000 metros. Fuimos a Hojancha y Ciudad
Carmona. Muchos ramonenses habían emigrado a la península, inclusive mi
tía y primos que, como en aquella época en que papá daba clases, se hallaban al
otro lado, en Cóbano, desde donde luego se fueron a la zona bananera. En
Hojancha se estaba realizando un homenaje, a un benefactor sacerdote
español que tenía muy pocos días de fallecido, el Padre Luis Vara. De mi
parte había visitado estas dos ciudades hacía 34 años, es decir, 34 años
después que mi papá.
Juan Ernesto Cruz Azofeifa Lun 5/10/2020
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